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El coste ambiental de las guerras

Más de 1500 bombas y misiles explotan a diario en las guerras activas actualmente

Consecuencias olvidadas de las guerras

«Devastación» es la palabra que define los resultados de la guerra. La muerte de personas, la destrucción de calles y edificios y el empobrecimiento de las sociedades son quizás sus consecuencias más visibles, sin embargo, la nueva artillería avanzada también deja heridas en el planeta, imponiendo un precio ambiental significativo del que poco se habla.

El uso de armas químicas y biológicas en los conflictos contamina no solo el aire, sino también el suelo y el agua. Estos agentes tóxicos pueden persistir durante décadas, afectando a generaciones futuras y causando problemas de salud crónicos. Podemos ver lo sucedido tras el uso de agente naranja por parte de EE. UU. durante la guerra de Vietnam, cuyas consecuencias perduran en aguas y suelos de la zona 60 años después, o los efectos provocados por los reiterados ataques químicos lanzados sobre la población civil en Palestina y Siria.

Los residuos del fósforo blanco pueden persistir a lo largo del tiempo en el suelo y los sedimentos afectando a la vida silvestre

Por ejemplo, el fósforo blanco, uno de los más empleados hoy en día por Israel para atacar a la población civil, no solo contamina el aire, sino también el suelo y el agua, sus residuos pueden persistir a lo largo del tiempo en el suelo y los sedimentos afectando a la vida silvestre, e incluso puede llegar a contaminar la cadena alimentaria a través de plantas o animales que han estado expuestos a suelo o agua contaminados.

Por otra parte, «las explosiones de cohetes y artillería generan un cóctel de compuestos químicos: monóxido y dióxido de carbono, óxido nítrico (NO), óxido de nitrógeno (NO2), óxido nitroso (N2O), formaldehído, vapor de cianuro de hidrógeno (HCN), nitrógeno (N2). Después de la explosión, estos compuestos se oxidan por completo y los productos de la reacción se liberan a la atmósfera. Los principales, como el dióxido de carbono, no son tóxicos, pero contribuyen al cambio climático. Los óxidos de azufre y nitrógeno también pueden ocasionar lluvias ácidas, cambiando el pH de los suelos y causando quemaduras en la vegetación, especialmente en las coníferas. Las lluvias ácidas son, además, peligrosas para las personas, otros mamíferos y aves, ya que afectan a las mucosas y los órganos respiratorios», alertan desde Greenpeace.

Las explosiones de cohetes y artillería generan compuestos químicos que se liberan a la atmósfera ocasionando lluvias ácidas

Asimismo, la destrucción de infraestructuras clave durante la guerra, como plantas de tratamiento de agua y sistemas de saneamiento, puede dar lugar a la contaminación del agua potable. Los vertidos de petróleo, residuos industriales y desechos tóxicos se infiltran en los acuíferos como ha sucedido en Gaza, amenazando la salud de quienes dependen de estas fuentes, tanto seres humanos como animales. Además, según un informe de Greenpeace y Ecoaction, «los fragmentos de metal de los proyectiles también dañan directamente el medio ambiente. El hierro fundido mezclado con acero es el material más común de las municiones y contiene no solo el hierro y el carbono habituales, sino también azufre y cobre. Esas sustancias se introducen en el suelo y pueden filtrarse a las aguas subterráneas, y eventualmente penetrar en las cadenas alimenticias».

Existe un tipo de contaminación de las guerras no contemplada: la acústica

Otro de los aspectos poco tenidos en cuenta en las guerras es la contaminación acústica causada por las explosiones y el ruido constante de los enfrentamientos, lo que puede afectar a la fauna local, alterando patrones de comportamiento y migración. Además, la presencia de municiones sin explotar, como bombas de racimo, representa una amenaza continua para las comunidades locales y la vida silvestre.

En el siglo pasado hubo mucho ruido de guerra: la Fuerza Aérea del Reino Unido (RAF) lanzó un total de 623 418 bombas y la Fuerza Aérea de Estados Unidos (USAF) un total de 964 644 bombas durante la Segunda Guerra Mundial; lo que representa una media de 1450 bombas diarias en toda Europa.

En la actualidad, Rusia lanza una media de 120 bombardeos diarios en Ucrania desde el 24 de febrero del 2022, según informó la BBC, mientras que Israel lanza una media aproximada de 1000 bombas diarias contra Gaza desde el 7 de octubre de 2023, según datos publicados por la CNN.

Naciones Unidas (ONU) ha advertido reiteradas veces sobre la peligrosidad de la contaminación acústica en las ciudades. ¿Pueden imaginar el ruido de una noche de bombardeos en Ucrania, en Yemen, en Afganistán, o en Gaza?

Por otro lado, el desplazamiento masivo de personas debido a los conflictos no solo genera crisis humanitarias, sino que también ejerce una presión adicional sobre los recursos naturales en las áreas de refugio. Los campamentos de desplazados a menudo están mal equipados para gestionar los residuos, lo que contribuye a la contaminación del suelo y del agua.

450 000 hectáreas de bosque primigenio entre Ucrania y Bielorrusia destruidas por la guerra

El coste ambiental de la guerra es a menudo subestimado, pero su impacto perdura mucho después de que las armas se hayan silenciado. Tan solo en la guerra entre Rusia y Ucrania se tiene constancia de la destrucción de 450 000 hectáreas de bosque primigenio entre Ucrania y Bielorrusia, la reserva natural de bosque más antigua de Europa, el bosque de Białowieża. Un ecosistema único y cientos de especies de plantas y animales desaparecidos bajo los bombardeos, convertidos en simples restos; nadie jamás contará la multitud de seres vivos no humanos que mueren en las guerras. Estamos destruyendo los pulmones del planeta y cortando sus venas y no nos damos cuenta. ¿Para cuándo la reparación ambiental?

Cuando expertos y activistas dicen que estamos destruyendo el planeta no están exagerando ni mucho menos. Los humanos somos un peligro para el planeta, y la destrucción generada tan solo en la última década es muestra de ello. Desde el surgimiento de las armas químicas y nucleares en el siglo XX, nuestra capacidad destructiva se multiplicó, aumentando si cabe los efectos de la enfermedad que nos lleva a cometer un suicidio colectivo contra nuestro hogar y los que en él habitan.

Las bombas de Hiroshima y Nagasaki no han sido lo peor en cuanto a destrucción en conflictos bélicos

Por desgracia, todos recordamos lo que sucedió con Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial, pero no seamos ingenuos, eso no ha sido lo peor. Después de ello se siguieron empleando armas químicas de destrucción masiva en conflictos bélicos: durante la invasión de Iraq (2003-2011), la guerra civil en Siria (2011-actualidad), o la guerra entre Israel y Palestina (1948-actualidad).

Primeros usos de las armas de destrucción masiva

Desde la Primera Guerra Mundial (1914-1918) este tipo de armas se introdujeron en la dinámica de las guerras. Algunas de las más utilizadas son el fósforo blanco, que se incendia en contacto con el aire y cuyos efectos en la piel son irreparables (horrendas quemaduras), el gas cloro que actúa como agente sofocante, y el gas sarín, agente nervioso que destruye los nervios provocando que dejen de funcionar de manera inmediata todas las funciones básicas (intestinal, pulmonar, cardíaca, funcionamiento de los músculos y del cerebro).

Gas sarín y napalm, las armas más letales

En el siglo XX también se utilizó el agente naranja, cuyo componente principal es la dioxina, una sustancia tóxica que causa estragos en el genoma humano provocando cánceres y deformaciones congénitas en generaciones futuras, y el gas mostaza, un agente abrasivo que quema los pulmones, ojos y piel expuesta causando ampollas masivas.

Pero el producto más devastador después de la bomba atómica usada durante la Segunda Guerra Mundial es el napalm, un compuesto de gasolina, benzol y poliestireno utilizado en bombas incendiarias, cuyos efectos han perdurado muchos años después.

A medida que la ciencia y tecnología ha ido avanzando, han aparecido nuevas armas letales capaces de provocar la extinción. Durante el periodo de la guerra fría es quizás el momento en el que hemos visto afanarse más a los Estados en este propósito, pero no nos engañemos, después de la caída del muro de Berlín la cosa no se paró; por el contrario, continuaron con sus experimentos cada vez más peligrosos y rozando ya la inhumanidad, pero esta vez a escondidas y sin riesgo de juicio social.

La Convención de Armas Químicas entró en vigor en 1997

Tras las catástrofes sucedidas durante el sangriento siglo XX, se estableció la Convención de Armas Químicas en los años noventa, que prohibía su fabricación, almacenamiento o desarrollo. Fue ratificada por casi todos los miembros de la ONU, incluidos Estados Unidos y Rusia, y entró en vigor en 1997, obligando con ello a los Estados firmantes a destruir todas sus reservas existentes de armamento químico para 2007; una tarea totalmente obviada por algunos países, como podemos comprobar en los conflictos bélicos actualmente en activo.

Que la industria armamentística mueve montañas de dinero no es secreto para nadie. Muchos países y muchas personas (no lo olvidemos) se están lucrando con la muerte de otros congéneres. Según informa Amnistía Internacional, se calcula que el valor total del comercio internacional de armas es de al menos 95 000 millones de dólares estadounidenses.

Artículo escrito colaborativamente por: 

Khadija Ftah, directora de redacción.

Ángeles Gallardo, directora editorial.

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